Camila Fabbri: "Nunca nos imaginamos que la gente se iba a reír con la obra"
Camila Fabbri: "Nunca nos imaginamos que la gente se iba a reír con la obra"

Camila Fabbri: "Nunca nos imaginamos que la gente se iba a reír con la obra"

La directora de "En lo alto para siempre" nos habla de Foster Wallace como musa, lo cómica que puede resultar la angustia en escena y sobre quedar seleccionada para estrenar en el Teatro Cervantes sin tener una obra escrita
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"Fue el autor divertido más triste del mundo. Fue el rey de las frases de brazadas largas, el príncipe de las notas al pie, el campeón de las descripciones, de los símiles y las metáforas. Su mirada iluminaba una realidad deforme pero, aún así, era la realidad. No tuvo, sobre todo al principio, experiencia, ni guía, ni editores atentos a sus preocupaciones: solo su máquina de mirar. (…) Se suicidó, como se sabe, en 2008. Sus ojos bien abiertos probablemente le hicieron pagar muy caro el precio de tener que mirarlo todo, siempre, tanto”.

Así define Leila Guerriero a Foster Wallace en la primera página del programa de En lo alto para siempre, una obra escrita y dirigida por Camila Fabbri y Eugenia Pérez Tomas, que puede verse en el Teatro Nacional Argentino - Teatro Cervantes, de Jueves a domingo a las 21 horas. Las dramaturgas usaron como punto de partida el universo, la obra y la vida de este gran autor para crear algo diferente, una pieza cargada de poesía y emotividad que, como un rayo que irrumpe de repente, sacude los pensamientos más cómodos.

Sinopsis:

Pablo “Kun” Castro (Pablo), Delfina Colombo (Lidia), María Onetto (Virginia) y Marcelo Subiotto (Emilio) narran la historia de Virginia, una madre cuyo hijo se suicida arrojándose de la terraza de su casa. Y allí, en ese techo, transcurren sus días. Ni los pedidos de su hija Lidia, ni que su casa (abajo) se esté inundando logran hacerla bajar. Pero la aparición de Emilio, un plomero que llega a revisar la perdida en la cañería, le otorga giros inesperados a la historia. Y en el centro, Pablo. El fantasma de Pablo arrojándose una y otra y otra vez desde la terraza en la cabeza de Virginia, que no deja de verlo como un cuerpo presente que ella intenta comprender y retener estando ahí, en el techo, en lo alto para siempre.

-Quedaron seleccionadas en la convocatoria del Cervantes para participar de la programación 2018. ¿Ya habían trabajado juntas?
-Nos conocimos en el curso de dramaturgia de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD). Cuando nos recibimos, nos hicimos amigas y empezamos a dar juntas un taller de dramaturgia. A raíz de un ejercicio del taller, llegamos a un cuento de David Foster Wallace  “En lo alto para siempre”, que narra la historia de un chico que a los 18 años se va a tirar por primera vez de un trampolín. El ejercicio requería leer ese cuento y ver un corto documental en el colocan una cámara en un trampolín de diez metros de altura para observar qué les pasa a las personas antes de arrojarse a ese vacío. A partir de esto empezamos a pensar en ese universo del arrojo, en qué hay antes de tirarse, y nos dieron ganas de escribir. Se nos ocurrió presentarnos a la convocatoria, que lo que exigía era una idea inicial con un nombre, y armar una breve sinopsis. Después nos llamaron y tuvimos unas charlas con el comité de selección: Ariel Farace, Carlos Gamerro, Gabriela Massuh, Alejandro Tantanián y Rubén Szuchmacher. Después, cuando el proyecto fue seleccionado, nos sentamos a trabajar porque no teníamos escrita la obra todavía. Tuvimos dos meses para hacer todo: escritura, desarrollo del proyecto y ensayos.
(Foto: Foster Wallace)
-¿Durante el proceso creativo estuvieron todo el tiempo acompañadas por el comité de selección? 
-Sí, hubo dos lecturas de parte de Ariel Farace y Alejandro Tantanián, con comentarios a partir de los que hicimos unas modificaciones, hubo un ida y vuelta entre ellos y nosotras y también mucho ida y vuelta, porque es la primera vez que hacíamos un trabajo en colaboración y era algo bastante nuevo. Al principio nos dimos cuenta de que escribíamos muy distinto y nos preguntamos cómo íbamos a hacer, era muy difícil, y después encontramos una metodología que funcionó y que supo encausar bien los dos universos. Cuando terminamos de escribir la obra dijimos: “Bueno, lo logramos, pero ahora falta ensayar”.
(Foto: Camila Fabbri)
-¿Cómo se siente la experiencia de haber sido seleccionadas, escribir y dirigir su propia obra?

-Lo vivimos con mucha emoción, pero no fuimos tan conscientes al principio. Dijimos “presentemos el proyecto”, pero un poco como uno se presenta a convocatorias sin saber qué puede pasar. Y una vez que te dan la buena noticia es como ese cuento de Cortázar que dice que cuando te regalan un reloj, también te regalan un problema.

-¿A Foster Wallace llegaron a partir de ese ejercicio del taller o ya lo habían leído?
-Yo llegué antes porque me lo pasó un amigo. Lo primero que vi es su discurso “Esto es agua”, que le da a los egresados de una universidad que, si mal no recuerdo, es donde él daba clases de Literatura. Es una suerte de discurso que a primera vista parecería ser de autoayuda pero, si lo escuchás dos veces, es mucho más profundo que eso. Habla de entender algo de la vida adulta, de ser consciente y de dónde poner la atención, más allá que después Foster Wallace no sé si eso lo aplicaba en su vida. De hecho, él después se suicida. Pero a lo primero que llego es a ese discurso y después empiezo a leer sus cuentos. También llegué un poco a él por Leila Guerriero, a quien admiro muchísimo; leí una columna de ella en la que hablaba de él, de una de sus crónicas, y recomendaba una película, El final del viaje, que me encantó. Todo lo referido a él de repente me hacía mella por algún lado.

-En la obra aparecen textos de él en diferentes momentos, ¿cómo hicieron para seleccionar de todo el universo de Wallace esos fragmentos?
-Nos preguntábamos cómo era trabajar un autor con una obra tan grande como la que tiene él, si queríamos citarlo literalmente o no. La obra navega sobre puntos que hacen contacto con la vida de él, o con eso que nombra también Leila (Guerriero) en el prólogo, que él era “el escritor divertido más triste del mundo”. Queríamos generar algo de ese clima. Pero también surgió la necesidad de que algunos textos fueran literales y hacerlo aparecer, porque por momentos desaparecía la imagen de él y ganaba mucho la trama de la obra que se armó. Además, pusimos una foto de él en la escenografía, adentro de la casa, teníamos la sensación de que Virgina –la protagonista– que es profesora de filosofía, por ahí era un experta en Foster Wallace, sin que lo dijera en la obra. Todos son un poco él, sobre todo Emilio, el plomero sensible.
-¿Cuál es el vínculo entre la casa que se inunda y el suicidio de Pablo? ¿Tiene que ver con el discurso de Wallace del que partieron?
-Sí, puede ser que algo de “Esto es agua” apareció con esta situación. Nos gustaba la idea de que ella estuviera en la altura y abajo se viniera el agua cada vez más arriba, y que un poco la persiga. Ella también toma un vaso de agua. Hay algo del agua que está muy presente en la obra. Y el plomero tenía que ver con eso directamente. También hay una anécdota que me contaron que nos sirvió un poco para empalmar este personaje: había una mujer que estaba en una ventana con el deseo de tirarse y llegó un hombre que estaba haciendo unos arreglos en una casa vecina y empezó a tener una conversación con ella y a negociar sobre su vida, ¡rarísimo! Porque decís, cómo con alguien totalmente desconocido de repente se empieza a generar una especie de vínculo, no sabés cómo, pero hasta te puede salvar la vida.
-El hecho de que el suicido de Wallace se refleje en la obra con una madre a la que se le mata un hijo y se queda estancada en ese momento y en ese lugar, ¿por qué quisieron representarlo así? 
-Yo creo que lo primero que se nos vino a la cabeza era una mujer en el techo de su casa que no quería bajar, que estaba como empotrada ahí hace días. Y después empezó a aparecer la causa: que tenía un hijo que se arrojó de ahí, pero evidentemente ya veníamos masticando un montón de cosas respecto al suicidio.

También había algo muy fuerte sobre la música que escuchaba Foster Wallace, que para nosotras era bastante entrañable, algo de eso tiene Emilio con su remera de U2. Habíamos leído que Wallace, la primera vez que se presentó con su editor, fue a la entrevista con una remera de U2. Ese tipo de datos de su biografía quisimos incluir. Él era superfanático de Alanis Morissette y aparece un tema de ella en la obra, hay una invocación por ahí también.

-¿Cuando pensaron la trama, imaginaron los motivos del suicidio del hijo de Virginia como similares o con algún punto de contacto con los de Wallace?
-Sí, hay una relación. Virginia dice en la obra que tenía un hijo que tenía fantasmas en la cabeza las 24 horas y que no había tenido un solo día de paz, aunque no dice por qué. Para eso, el libro Conversaciones con David Foster Wallace, que recopila entrevistas al autor, nos sirvió mucho porque lo termina de armar, porque es una persona que uno no conoce, pero encontramos lo que él dice acerca de lo que le pasa. También una entrevista que oímos de su hermana, que es muy hermosa porque habla de él no como un escritor famoso suicida, sino como su hermano. Algo de eso aparece en Lidia también, cuando habla de su hermano, que cuenta que era alguien que se ilusionaba con las cosas, como se ilusionó con el Tinku cuando fue a Bolivia. Hay algo de no poder tolerar eso, de ver todo tanto, que también es un poco lo que dice Leila de Wallace en la sinopsis. Hay algo de eso en Pablo. No hay un motivo por el cual se suicida sino que es como el cuento “El hombre deprimido” –de Wallace– que para mí es muy fuerte porque es una primera persona de un personaje que no puede con su depresión y con su angustia, pero no hay un motivo, es algo que está ahí. ¡Y eso es desesperante: que no haya una causa, que la angustia sea como ese túnel infinito que no termina nunca!
-La angustia aparece también en los momentos en que la madre imagina a su hijo tirándose del techo una y otra y otra vez, y con las apariciones de Pablo que no deja de saltar.
-Es angustia, pero también teníamos la sensación de que no era la misma angustia que tenía Pablo. Es una angustia concreta la de ella. En un momento, Lidia le dice a Emilio, cuando él tiene miedo de que Virginia se tire: “Yo conozco los ojos de melancolía y mi mamá no tiene ese gesto”. Como una forma de decir: “Yo sé lo que es la mirada de alguien que se va a tirar y mi mamá no se va a tirar”, le pasa otra cosa.

-¿Qué pensaron cuando plantearon ese vínculo como tan desarraigado entre Virgina y Lidia,  esa madre que perdió un hijo y su hija que, a la vez, está por tener un hijo de un padre desconocido, del que no quiere hablar? ¿Qué vieron ahí?
Hay una no-relación entre ellas, pero también tenemos la sensación de que es esa no-relación que tiene Virginia con el abajo, con la realidad, con la tierra. Como que ella está ahí arriba, se quedó ahí,  más allá de que en algún momento baje de la terraza, ella sigue estando ahí arriba. Y entonces pierde la relación, el vínculo. Y también hay una falta de la figura del padre en la obra. Nos gustaba la idea de que hubiera una ausencia paterna ahí sobrevolando, ausencia tanto del padre de Lidia como del de su hijo, las generaciones sin padre. Supongo que es algo de lo que, evidentemente, también queríamos hablar.
-La escritura de Wallace, por momentos, puede causar gracia, pero en realidad te das cuenta de que es una forma de hablar de cosas muy oscuras. ¿Buscaron esa contradicción en la obra?

-Hay un pesimismo solapado todo el tiempo para nosotras, incluso tengo la sensación de que hay un mecanismo pesimista todo el tiempo con las cosas de la vida, pero uno trata de solaparlo para seguir. Entonces, esos ejercicios diarios de los que hablaba él en “Esto es agua”, esas formas de ejercitar eso, que todo ese pensamiento no lleva a nada, seguro se traduce en la obra porque es algo nuestro también, de Eugenia y mío. Y creo que por algo también nos gusta tanto él, su escritura y sus ideas, porque cuando te embelesás tanto con alguien es porque algo de eso te está haciendo contacto.

-¿Cómo vivieron el estreno y cómo lo viven semana a semana?
-Re bién, estamos muy contentas porque está viniendo mucha gente a ver la obra, gente que  nosotras no conocemos, y nos llegan comentarios muy cálidos, muy alegres y también muy tristes. Hay gente que se va llorando. Y eso no nos había pasado con otras obras que habíamos hecho, esa experiencia de generar una emoción tan concreta en alguien. Por ahí uno se va con muchas ideas o cosas para decir, pero acá lo que pasa es que en la gente hay como una ausencia de relato y aparece más una emoción, como “No sé qué decir, pero quiero llorar”. Y eso nos gusta bastante. Eso de que por ahí no tome protagonismo la palabra en la devolución de la obra, sino las emociones.
-¿Cuál fue la sensación cuándo vieron la obra por primera vez en el escenario?
-Nos sorprendió que la gente se riera mucho en el estreno, y suele pasar que hay momentos en los que aparece la risa. 

Nunca nos hubiéramos imaginado que la gente se iba a reír y es algo positivo porque sentís que el público está ahí, está conectando. Es algo que no esperábamos.

Nos dijimos: “Ah, resulta que éramos graciosas también. Creíamos que éramos unas tristes, pero no”. Pero en cada función pasa algo diferente. Quiero destacar el trabajo con los actores que fue muy, muy importante en el proceso de la obra, porque completaron mucho los textos. La obra tiene mucha poética y a veces era difícil imaginarse cómo podía ser dicho eso, y por momentos sentíamos que nosotras como directoras no teníamos las herramientas absolutas para poder comunicarles a ellos cómo queríamos que fuera, ni lo teníamos tan en claro. Y se complementó muy bien. Con María, con Marcelo, con Delfina y con Pablo. Y después Pablo trabajó mucho con Virginia Leanza, que es la coreógrafa, se aggiornaron mucho con el Tinku. Es fuerte ver el trabajo terminado y en un tiempo tan récord, porque fue muy poco tiempo para todo. La verdad es que se armó un grupo de trabajo muy fructífero, porque además de la obra supimos armar un muy lindo equipo.