Sylvia Iparraguirre: “El vocabulario preciso es lo mínimo a lo que puede aspirar un escritor”
Sylvia Iparraguirre: “El vocabulario preciso es lo mínimo a lo que puede aspirar un escritor”

Sylvia Iparraguirre: “El vocabulario preciso es lo mínimo a lo que puede aspirar un escritor”

Narradora, ensayista y filóloga argentina, Sylvia Iparraguirre nació en Junín en 1947. El oficio de escribir, los temas que despiertan su interés y la importancia del cine en la vida de una de las escritoras argentinas contemporáneas más destacadas.

Sylvia Iparraguirre ha escrito cuentos, ensayos y novelas. Tiene quince libros publicados y fue traducida a diez idiomas. Es una de las grandes autoras argentinas. Vino desde Junín, adonde había pasado una infancia feliz junto a su hermana y sus padres, a estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se recibió y desarrolló una carrera en el área de lingüística como investigadora del Conicet.

A los 21 años conoció al escritor Abelardo Castillo y no se separaron más. Formaron una pareja literaria. Sin embargo, en La vida invisible (Ampersand, 2018) Iparraguirre aclara: “El nuestro no fue un encuentro intelectual ni literario. Fue un encuentro vital, emocional. Nos gustamos; nos enamoramos de nuestras virtudes y defectos, y fue para toda la vida”. Y así fue hasta la muerte de Castillo en 2017.

Desde entonces, la autora ha publicado ese libro, La vida invisible, que podría decirse que, en parte es una autobiografía, pero con la particularidad de estar contada a través de sus lecturas. Su encuentro con los libros, con escritores como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, y su pasión por el séptimo arte, algunos de los temas que aborda en la entrevista.


Junto a Borges en 1983, en una charla en la casa de la poeta Ester de Izaguirre.

También, estos últimos tres años, estuvo trabajando en una novela “bastante autobiográfica” que terminó de escribir en 2020. Es la historia de dos amigas que vivieron en un pensionado de monjas para estudiantes, que se reencuentran de grandes y recuerdan aquellos años de juventud. El título es Antes que desaparezca y se va a publicar en septiembre.

-¿Tiene alguna rutina de escritura?

-Como persona, por definición, soy antirrutinaria en todos los aspectos de mi vida. Todos los días me siento en la máquina, pero puedo llegar a trabajar mucho un día y menos otro. También llevo dos o tres cosas simultáneas y voy rotando. Ahora estoy sola en casa, pero cuando estaba Abelardo (Castillo) y los dos escribíamos, los horarios se acompasaban perfectamente con el tema de la escritura: él era más nocturno, yo más diurna. Suelo escribir a la mañana, al mediodía. La noche en general me la guardo para leer o ver películas o series. Es diferente cuando tengo un libro muy empezado, entonces todos los días entro al texto y son varias horas que me quedo ahí, sin horario. No tengo una rutina. O mi rutina es no tener rutina.

-¿Cómo surgen las temáticas de sus obras?

-De todas partes. Puede ser que haya ciertos temas que guardaste, quizás te habían interesado en alguna oportunidad y no tuviste interés en ese momento en abordarlo o tenías otro. Los temas surgen de la manera más inesperada. En mi caso, casi siempre asociados con el tema del lenguaje.

La literatura me lleva a la literatura. Leo y hay algo que me despierta: una frase, alguna palabra. Son las ganas de escribir que te provocan ciertos escritores.

Determinados escritores, no todos. Y por otro lado, los temas circunstanciales: los sueños, la realidad completa de tu vida, los recuerdos. O algo que te pasó en la calle: una persona que viste y que inmediatamente te provoca pensarla como personaje; o súbitamente, historias inconclusas, que te gustaban por algún matiz. Los temas salen a cualquier hora, cualquier día, cualquier año.

-¿Quiénes son esos escritores que le despiertan las ganas de escribir?

-Tiene que ver con tu familia de escritores, la familia que uno se va haciendo a lo largo de la vida y que está en tu biblioteca. Hay autoras que a mí me mandan a escribir, como Virginia Woolf. El dominio que tiene del lenguaje siempre me asombra. Es un inglés que abarca todo, omnívoro, más allá de lo que esté contando en una novela en particular. Su relación con el lenguaje no tiene nada que ver con lo “intelectual”, sino con los recovecos de la realidad y del pensamiento a los que puede alcanzar. Hay escritores que son así. También William Faulkner tiene una relación con el lenguaje torrencial. Es lo que pasa con la poesía de Pablo Neruda, que puede escribirle poemas a todo. Hay como un exceso de dominio del lenguaje y eso a mí me motiva mucho. Pero puedo ir de ahí a la simplicidad aparente de Katherine Mansfield, a quien considero una maestra, o a la economía alucinante de Jorge Luis Borges.

No es una cuestión con un estilo, es una cuestión de cómo el lenguaje de un escritor puede dar cuenta de lo que quiere decir, contar. Y eso actúa como un disparador siempre.

-Son estilos diversos.

-Totalmente. Tengo gustos eclécticos en literatura, desde Truman Capote, que me fascina y para mí no pierde actualidad, y la literatura sureña norteamericana, que tiene narradores extraordinarios como Carson McCullers, Flannery O´Connor, Tennessee Williams, Faulkner; a las españolas Mercè Rodoreda o Ana María Matute; las inglesas, que me gustan mucho. Distintos tipos. También Sylvia Plath y una novela como La campana de cristal, creo que me gusta más como novelista que como poeta. Me gusta el sarcasmo, me gusta el humor y, a la vez, me gusta la angustia y la fuerza sin concesiones de Roberto Arlt. Son distintos lugares de la literatura adónde voy, distintos recorridos. Ahora estoy leyendo Carpe Diem, una novela de Saul Bellow que no había leído y estoy maravillada con la precisión con la que describe y hace actuar a su personaje. Así que puede venir de distintos lados, de distintos estilos, de distintas literaturas. Sin hablar de los rusos, que son una pasión constante.

-¿Cómo plasma sus escritos? ¿Lo hace a mano y lo pasa luego a la computadora o va directo a la computadora?

-Siempre escribo los primeros apuntes a mano: bastante desordenadamente. Tengo siempre como cuatro o cinco libretas empezadas. Soy una especie de fanática de las libretas, que compro en todos lados. Después alterno. Empiezo con una idea, de pronto puede ser que la anote en papel y eso sigue y se extiende a tres, cuatro o cinco páginas, porque te lleva la misma escritura.

Después lo paso a la computadora y luego ese escrito va tomando forma y también le voy agregando cosas, detalles, que me parece que vienen al caso, hasta que se transforma en un texto en la computadora que empieza a tener entidad: empieza a existir. Ya después es prender la máquina y encontrarme con ese texto, todavía provisorio pero que ya empieza a ser algo.

Entonces empieza la relación con la pantalla: entro a ese universo de la pantalla y trabajo ahí. Pero siempre sigo agregando cosas al margen o corrigiendo en el papel, me gusta: soy antigua, soy más del papel.

-¿Qué le resulta más difícil, escribir cuento o novela?

-Tengo más novelas que libros de cuentos. Y ensayos, que son las tres cosas que he escrito. Son diferentes. Me encuentro muy cómoda en la novela. Salvo que aparezca un tema que ya sé que va a ser de cuento, que va a tener un término, que va a ser algo de 10, 12 páginas: lo voy imaginando y le voy dando la forma hasta esa dimensión. Pero a veces ya sé desde el vamos que el tema que me interesa es para una novela. Durante la cuarentena del año pasado terminé una novela. Se llama Antes que desaparezca y justamente el título viene de un acápite de Katherine Mansfield, que dice: “En una novela sólo cabe un número de cosas, siempre hay que sacrificar otras. Es una especie de carrera para decir tanto cuanto se pueda, antes que desaparezca”. Es una novela que habla de la memoria y de los recuerdos que, con el tiempo, pueden desvanecerse. Son dos amigas que estuvieron juntas en un pensionado de monjas y recuerdan, ahora que son mujeres grandes y están en un bar, aquellos años. Se ríen o se divierten o no, trayendo episodios de esa vida. Bastante autobiográfica en mi caso, porque cuando vine a estudiar a Buenos Aires, estuve en un pensionado de monjas y simultáneamente iba a Filosofía y Letras de la UBA, que era la facultad más despelotada y politizada de fines de los sesenta y principios de los setenta, así que eso ya fue una novela desde que empezó, porque trabajar con la memoria no es que quepa en un cuento. A cierta altura ya sabés con mucha claridad que un tema va ser para novela.

-¿Cuándo se va a publicar esta última novela?

-Este año, en septiembre creo. Todavía estamos viendo unos detalles.


Crédito: Edgardo Gómez.

-En 1986 ganó el premio municipal de literatura con el libro de cuentos En el invierno de las ciudades. ¿Qué cambió en usted, o en sus obras, desde entonces?

-Fui creciendo con la literatura. Sobre todo en el dominio de la forma, en el oficio de escribir. Te vas dando cuenta de ciertas cosas: vas madurando como persona y como escritor. Por otro lado, ya sabés si un tema te excede o no te excede. Cuando sos muy joven, posiblemente tengas un tema y en ese momento lo malogres si lo querés escribir, porque sos inexperto, en la vida y en la literatura. Hay que leer mucho para escribir. Escribir sin leer es inconcebible. La lectura es lo que te va dando madurez, y de hecho uno lee libros a los 20 años y, más allá de lo que te pase con ese libro, al leerlo 20 años después le das toda otra dimensión. Esta novela (Antes que desaparezca) es la sexta que escribo: tengo más de 15 libros publicados, incluido ensayos, hay una distancia. No obstante, yo estoy entera en mi libro inicial; es decir, están las marcas iniciales, como las marcas de identidad.

-De tu literatura.

-Claro, que después me van a importar o van a crecer y van a aparecer, bajo otra forma. Quiero mucho a los cuentos de mi primer libro. Ya ahí hay algo que sin duda después va a aparecer de otra manera, otros personajes, pero entre ese libro de cuentos y esta última novela hay un salto en el manejo de lo formal: al principio vas entendiendo una técnica de escribir. Un oficio, mejor que una técnica. Y como en todo oficio con el tiempo descubrís sus posibilidades más ocultas o menos evidentes.

-En el libro La vida invisible cuenta que tendría que armar otro libro de su relación con el cine por la influencia que tuvo en su modo de escribir. ¿En qué sentido lo decía?

-El cine ha sido una pasión paralela a la literatura en mi vida. Yo aprendí a narrar a través del cine, primariamente, no de la literatura. ¿Por qué? Porque el cine, viéndolo de chica y de adolescente me dio la forma de una historia de una manera prerracional, casi por ósmosis. Me transmitió cómo se narra una historia y cómo se rompe el tiempo en una narración. Al ver películas desde la infancia, te das cuenta enseguida lo que significa un fundido a negro, un salto en el tiempo, una ida al pasado. O cómo los personajes se transforman: todo eso lo aprendí con el cine. Más tarde, entre los 16 y los 20 años lo confirmé en la literatura, o sea, vi el modo en el que la literatura intenta narrar la simultaneidad, acceder a la narración del tiempo, que el cine domina, y que es un gran tema en literatura. Pero para mí, el cine fue y sigue siendo fundamental. Cada vez me cuesta más encontrar películas que me gusten. Me gusta la ciencia ficción en cine, la buena ciencia ficción. Ahora predomina una especie de sincretismo donde aparece de todo, sagas medievales mezcladas con escenarios intergalácticos. Pero sigue habiendo películas hermosas. Blade Runner es una de mis favoritas. También de Ridley Scott: Alien, el octavo pasajero, Los duelistas, muchos de sus títulos me encantan. Hace unos meses vi una película que me fascinó literalmente, con uno de los grandes actores del cine inglés, que es Ralph Fiennes, que fue La excavación. La película tiene un tema muy literario, me hubiera encantado haber podido escribir esa novela.

-¿Cómo trabajó la cosmovisión indígena, el mundo de la navegación y el paisaje en La tierra del fuego? ¿Viajó hacia allí?

-No, sólo después de que tuve el borrador de la novela fui a Ushuaia. Mejor dicho, mientras estaba investigando sobre Jemmy Button (N. de la R.: un yámana que fue llevado a Inglaterra, donde le enseñaron a hablar inglés y otras costumbres occidentales y después de tres años fue devuelto a su lugar de origen) fui por primera vez a Ushuaia. El paisaje del sur me dejó paralizada, me pareció fabuloso. Después fui 18 veces al sur y a la Patagonia. Hace 20, 23 años atrás la Patagonia era muy distinta que ahora: era más inhóspita, más salvaje y eso a mí me gusta especialmente. Pero en términos de lo que yo iba a buscar, encontré muy poco, ya había encontrado bastante sobre Jemmy Button en la Biblioteca Nacional y en el Museo Etnográfico. Donde encontré la historia con todos los detalles y lo que yo necesitaba saber fue en Londres, en la Public Record Office, que tiene un archivo que pasados 150 años de los hechos, podés ir y sacar fotocopias de lo que te interesa. El tema indígena me interesó toda la vida, siempre, y Jemmy Button es un caso extraordinario de la relación de los navegantes con las etnias de la Patagonia, sobre todo de las etnias de Tierra del Fuego. Como en el Far West, como el Far South, el Lejano Sur, allí cada uno hacía lo que se le antojaba, hablo de los blancos. Los blancos, los balleneros de Estados Unidos, los navegantes holandeses, franceses, ingleses, españoles venían y pasaban por el Cabo de Hornos, no había otro paso. Así que poco a poco los indígenas supieron temerles y aborrecerlos: violaban a las mujeres, mataban animales a mansalva, en fin. Los yámanas fueron un grupo pacífico que rescató náufragos durante cien años o más, hasta que se dieron cuenta de cómo eran tratados y ahí ocurre lo que yo cuento en la novela, pero el paisaje me fascinó. El gran desafío de la novela fue poder hacerle justicia a ese paisaje. Con respecto a la navegación, leí todo. Siempre me encantaron las novelas de mar. Como Moby Dick o las de Joseph Conrad. Por eso el acápite es de Herman Melville. Me tuve que aprender la arboladura, todo lo que lleva un barco del siglo XIX. Después no lo podía usar en ninguna conversación, pero aprendí muchísimo.

-¿Cuánto tiempo le llevó la investigación?

-La novela me llevó cuatro años de una investigación muy exhaustiva. Soy muy curiosa y la historia y la antropología me interesan especialmente. En un momento tuve que decir paro acá, porque si no cada cosa que leía era para otra novela más. Leí y consulté cantidades de libros. No sólo sobre los barcos del siglo XIX, sino sobre los indígenas, sobre los pueblos originarios del sur, de Tierra del Fuego, su extinción, su relación con los terratenientes, con las estancias, con las misiones anglicanas y salesianas.

A mí me conmovió la historia de Jemmy Button porque es la historia de un grupo étnico que sabe que va a la muerte, a la extinción, no como personas individuales, no a la persona de este personaje real que fue Omoy-lume, como se llamaba en realidad, sino como pueblo. No debe haber una cosa más triste que saber que como grupo humano vas a la extinción. Y lo sabían. Como lo supieron los Selknam: los mal llamados Onas.

Hay muchísima investigación, pero cuando digo investigación no quiero decir algo aburrido, arduo, sino fascinante. De ese mundo quedó tanto para decir que, cuando me pidieron de España un libro parecido a La tierra del fuego, me llamaron por teléfono de editorial Anaya, si no tenía otra novela, les dije que no. Era el 2001, estábamos en una época terrorífica acá, me insistieron. Y yo como una defensa, como suele ocurrir en la Argentina, nuestro querido país, una defensa contra lo que pasaba y se veía en televisión, que era tremendo, empecé a escribir cuentos y aparecían los temas. Y ese libro, El país del viento, escrito así, casi de manera casual, pero muy documentado, lleva ya 16 ediciones. Lo escribí en base a un recurso muy viejo en literatura, un recurso que usó Manuel Mujica Láinez en Misteriosa Buenos Aires, que es tomar como marco una situación real, histórica e introducir un personaje de ficción dentro de ese marco.

-¿A qué se refiere con esto último? 

-Por ejemplo, en el cuento “La tormenta”, la realidad histórica es que en 1902, un barco de Prefectura sale del continente y va la Isla de los Estados a levantar a los presos. En esa isla estaba la cárcel del fin del mundo, pero el lugar era tan inhóspito, incluso para criminales y homicidas, que las autoridades decidieron relocalizarla. Llevar los presos a Ushuaia y que ellos mismos construyeran la cárcel nueva, que fue la cárcel del fin del mundo que está en Ushuaia y que ahora se visita como museo. Entonces Prefectura va y mientras desmantela esa cárcel en la Isla de los Estados, los presos aprovechan para armar un motín y huyen en una chalupa, que es un bote de remo. Increíblemente cruzan el estrecho de Le Maire y llegan a Tierra del Fuego. Esa situación es real. Pero en esa situación, ubico a Novelo, el personaje, el chico que queda en la isla abandonado, porque no se dan cuenta de que quedó y lo dejan y él se encuentra con un presidiario que ha quedado en la misma situación que él. La situación es ficción pero la ubico en el marco de un hecho real.

-El país del viento transporta al lector a la Patagonia; es muy preciso el lenguaje en relación al paisaje.

-El vocabulario preciso es lo mínimo a lo que puede aspirar un escritor. Cuando leés un texto y no sabés por dónde está fallando, seguramente es por la imprecisión del lenguaje. Por eso cuesta mucho escribir, porque cada cosa tiene, como decía (Gustave) Flaubert, le mot juste (la palabra exacta). No es lo mismo una palabra que otra. Justamente, se trata de la búsqueda de la palabra que diga lo mejor posible aquello que querés decir. Hay que ir buscando el tono, la tonalidad, la palabra, que dé cuenta lo que estás diciendo o lo que estás describiendo.


Escritorio de Sylvia Iparraguirre.
Foto de portada: Rafael Calviño.