Rodolfo Walsh por Rodolfo Walsh
Rodolfo Walsh por Rodolfo Walsh

Rodolfo Walsh por Rodolfo Walsh

Efemérides
Se cumplen 44 años de la desaparición del periodista, escritor y militante. Lo recordamos con una breve autobiografía que escribió en 1963. En un ejercicio de la brevedad, recorre su nombre, su infancia patagónica, sus vínculos familiares y sus vocaciones y oficios en los que se van concatenando el reporteo, la literatura y la política.
Otros artículos que te pueden interesar
El compromiso de la palabra: El legado de Rodolfo Walsh
A 43 años de la desaparición de Rodolfo Walsh lo recordamos en las voces de expertos que han estudiado su obra y relevancia en la literatura y el periodismo actual

Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados*, y eso me gustó.

Nací en Choele-Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres.

Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.

Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó como única herencia. Este se llamaba “Mar Negro”, y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero esta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.

Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.

Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en letras.

Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.

La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero. Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie.

Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.

En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.

*Unidad métrica compuesta por una sílaba breve (sin acento) y una larga (acentuada). Así, habría que leer Rodólf Fowólsh.

Esta autobiografía estuvo inédita hasta su muerte. Fue recuperada entre sus objetos personales y publicada por primera vez en Ese hombre y otros papeles personales, en editorial Seix Barral en 1996.

Foto: Télam. La periodista española Enriqueta Muñiz.

Un poema que Rodolfo Walsh le envió a Enriqueta Muñiz, la periodista española que lo ayudó en la investigación del libro Operación Masacre.

1

Llámame Juan,
sálvame de ser innumerable
como las hojas y los días.
Mi alma está pronta a desgajarse
en fragmentos pegajosos.
Únelos con el hilo de mi nombre,
sálvame de hundirme en la entraña de las cosas,
de ser el escorpión, la espina,
la rosa intacta,
el nudo que sangra en la madera,
el aire, las piedras, los gusanos,
todas las cosas que me llaman.
Pronuncia el rito,
la palabra que convoca,
que designa,
que dice: Este
entre océanos de tiempo,
Este, que no quiere hundirse todavía.
Garantízame,
repíteme,
invéntame,
llámame,
mírame,
perdido, simplemente,
simplemente,
como un niño entre voraces sombras.

2

Acaso es tiempo de mirar a aquel que asoma
en la plural profecía de los dientes:
hombre último, raíz ensimismada
prometida a la injuria de los tiempos.
Eterno, sin embargo -relativamente eterno-
Más eterno que presunciones de alma.
Disperso, polvo de los siglos, animará otras horas
cuando ya no existan mi nombre y mi recuerdo.
Tranquilo espera el derrumbe de los signos:
la risa, el odio, las canciones,
el miedo, la ira, la palabra.
Su gesto natural de espera es la sonrisa.
Una sonrisa es imagen de la muerte.

1953

Este poema está publicado en el libro Historia de una investigación. Operación Masacre de Rodolfo Walsh: una revolución de periodismo (y amor), de editorial Planeta.