Por qué la primera cárcel de la Argentina estaba en el Cabildo
Por qué la primera cárcel de la Argentina estaba en el Cabildo

Por qué la primera cárcel de la Argentina estaba en el Cabildo

Museos
Hasta 1877, esa fue una de las funciones de este monumento y museo nacional

De acuerdo a las Leyes de las Indias -vigentes durante la época del Virreinato-, la presencia de un cabildo era condición jurídica para la existencia de la ciudad. El de Buenos Aires fue creado en el momento de su fundación, en 1580. El Cabildo era la única autoridad elegida por la sociedad local. Los virreyes, los gobernadores y otros funcionarios importantes eran nombrados desde España. En cambio, los miembros del Cabildo representaban a los habitantes de Buenos Aires, aunque sólo los varones, blancos, adultos y propietarios tenían derecho a integrarlo.

Porque una de las tareas del Cabildo era la administración de la Justicia, en 1608 se construyó la Sala Capitular y el primer calabozo. En 1613 se agregaron nuevas celdas y en 1783 se habilitaron otras dos y se alcanzó un total de cinco. Así, la del Cabildo se convirtió en la primera cárcel de lo que más tarde se transformaría en la República Argentina. La cárcel de Cabildo continuó incluso hasta después de la Revolución de Mayo. Fue recién en 1877 con la creación de la Penitenciaria Nacional que dejó de cumplir esa función.

¿Quiénes estaban detenidos? Los delitos y las penas

En la cárcel capitular cumplía la función de custodia, ya que la persona sospechada de cometer un delito, era encarcelada mientras esperaba el juicio. En esa época no existía la presunción de inocencia sino la  presunción de culpabilidad, culpable o no, debía permanecer en  cárcel hasta que sea juzgado.

Los que habrían cometido delitos contra las personas, contra la propiedad, contra el Estado, contra la moral sexual de la época, hubieran sido sospechados o agarrados in fragantti, corrían la misma suerte. El robo de caballos, gallinas y de trigo eran de los delitos más comunes. También existían los ladrones de alhajas, cubiertos, ponchos y manteles, aunque éstos eran considerados ladrones de poca monta. Diferente eran los casos como el de Antonio Rodríguez, un ladrón famoso que fue desterrado a las Islas Malvinas de por vida. Mala suerte fue la de Ignacio Pinto, quién permaneció ochenta días en la cárcel por haber hurtado dos calzoncillos.

A su vez a cárcel se usaba como un medio de corrección y coacción de ciertos comportamientos considerados desviados por la moral de la época. Enfrentar a un amo o contestarle al marido eran motivos para pasar unos días entre los calabozos. De esta manera, hijos, mujeres o esclavos podían ser enviados por sus padres, maridos o amos a la cárcel si estos últimos entendían que existía una desobediencia a su autoridad, relata Lucas Rebagliatti, profesor e investigador especialista en el tema.

Los enamoradizos arrepentidos también eran puestos en prisión. Realizar una propuesta matrimonial y no llevarla a cabo era suficiente para pasar a integrar las listas de reos del Cabildo, y hasta que no se doblegase esa decisión, allí permanecería. Los acusados de tener una “amistad ilícita” eran beneficiados con una pronta libertad, aunque en muchos casos, debían cumplir trabajos destinados a la obra pública.

Hombres, mujeres, esclavos, mulatos, mestizos y contraventores al orden público tampoco se salvaban: camorreros, vagos, inquietos o escandalosos por reincidencia eran puestos en prisión y liberados a los pocos días ya que eran considerados delitos leves.

La administración de la Justicia

En primera instancia era ejercida por vecinos que ocupan un cargo honorífico de contribución con el Cabildo y no cobran por eso; ellos eran los Alcaldes de Hermandad y los Alcaldes de Barrio, que tenían poder de denunciar y apresar a los sospechosos.

También había Alcaldes de primer y segundo voto que eran quienes comenzaban a instruir el proceso. En principio, se buscaba obtener la confesión del detenido. Los alcaldes podían pedir pruebas y ordenar entrevistar testigos

En una fase más avanzada del proceso, se daba intervención al fiscal, quién hacia la acusación e impartía la pena. En el caso de aquellas personas sin recursos o que no podía ejercer la defensa propia, existía una figura clave: el defensor de los pobres, aquella persona que recorría las cárceles asistiendo a los presos indefensos en forma gratuita.

Una vez dictada la sentencia, si el preso o fiscal no estaba de acuerdo, podían apelar y el juicio se elevaba a la Real Audiencia, uno de los máximos Tribunales de Justicia en la región.

“Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas…”

Si bien para todavía no se había labrado el artículo 18 de la Constitución Nacional, en la cárcel capitular, que debía ser una cárcel de tránsito, decenas de personas prolongaron su estadía durante años en condiciones inhumanas de detención.

Entre 1776 y 1800, durante las primeras décadas del Virreinato del Río de La Plata, la cárcel osciló entre los 33 y 130 encarcelados. El hacinamiento, la proliferación de enfermedades, el hambre, el frío formaban parte de las condiciones de detención, anticipando la lógica de lo que serían las cárceles venideras.

La tortura estaba permitida como método de prueba. Si había indicios de que una persona había cometido delitos y se negaba a confesar podía ser torturado. Además no existía la igualdad ante la ley, ya que se aplicaban penas más duras para las clases populares en comparación con las clases altas.

El Cabildo no contaba con un presupuesto asignado a la manutención de los presos, por lo que ellos mismos se tenían que procurar muchas veces el alimento. De esta manera, mendigaban mediante los barrotes de las ventanas que daban a la calle, que hoy es Hipólito Yrigoyen.

Los presos denunciaban sus condiciones de detención mediante cartas que enviaban al Virrey, donde le rogaban clemencia y su pronta liberación, que en un ochenta por ciento eran concedidas. Aquellos pocos que sabían escribir lo hacían nombre personal o colectivo

Pero no solo los detenidos reclamaban. Los cuidadores del Cabildo se quejaban de que los amos mandaban a sus esclavos rebeldes a la cárcel y los olvidan, sin mandarles dinero para su manutención, por lo que a lo largo de unos meses, se procedía a liberarlos.

La historia da cuenta que , pese a que la cárcel no debe ser administrada ni concebida como un lugar de castigo, el Cabildo se convirtió en un espacio de castigo anticipado, de tal manera que hasta las mismas autoridades judiciales, al fijar sentencia descontaban los meses pasados en la penosa cárcel capitular.