Immanuel Kant: el filósofo que quería conocer el conocimiento
Immanuel Kant: el filósofo que quería conocer el conocimiento

Immanuel Kant: el filósofo que quería conocer el conocimiento

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A 296 años de su nacimiento, enterate cómo este descendiente de artesanos se convirtió en un pensador que influenció, desde el siglo XVIII, a todo el campo cultural e intelectual occidental.
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La leyenda dice que nunca salió de la ciudad de Königsberg, entonces capital de la Prusia oriental, donde había nacido el 22 de abril de 1724. Pero lo cierto es que, según su biógrafo Manfred Kuehn, estuvo seis años fuera de allí para ganarse la vida como preceptor y profesor a domicilio. Hijo de artesanos del cuero con cierta dificultad económica, fue el cuarto de nueve hermanos, de los cuales solo cuatro sobrevivieron más allá de la adolescencia. Él sabía que debía subsistir por sus propios medios, pero el gran interés de su vida no estaba en la artesanía, sino en el conocimiento.  

Lo habían bautizado como Emanuel. Sin embargo, cuando aprendió hablar hebreo, algunos dicen que fue él quien lo cambió por Immanuel. Esta actitud, independiente y emancipada, tal vez podría resumir parte de su personalidad y posición frente a las cosas y al mundo, la cual demostró en los primeros años de estudiante en el Collegium Fridericianum. Sin bien allí no fue un interno, estuvo desde los seis hasta los dieciséis años de edad. Es en este momento cuando distinguió algunas cuestiones de su propia educación religiosa pietista: la impartida por sus padres y la de sus maestros docentes. Mientras que aquellos le brindaban, a partir de sus creencias, confianza, autoestima y nobleza, estos otros se circunscribieron en el autoritarismo, el dogmatismo y hasta el castigo. En el joven Kant comenzó a prevalecer un fuerte llamado del cuestionamiento y la razón, para aproximarlo aún más hacia la autonomía y la libertad que pronto expresaría en sus estudios superiores. 

En 1740, ingresó a la Universidad de Königsberg para estudiar teología, aunque se inclinaba más por la medicina. No obstante, leyó cuanto pudo y se acercó a grandes profesores como Alexander Pope y a diversos temas de la cultura inglesa; física experimental, matemática, metafísica, y se adentró en la filosofía de Leibniz y Wolff, de la mano de uno de sus maestros, Martin Knutzen, quien también lo introdujo en las investigaciones de Newton. Además, Kant nunca dejó de leer a sus favoritos: Cicerón, Demócrito, Montaigne y Erasmo. En 1744, a punto de graduarse, su padre enfermó y decidió abandonar los estudios para cuidarlo. Finalmente, falleció dos años después y es ahí cuando Kant dejó que sus hermanos se hicieran cargo del negocio artesano, mientras él aprovechaba su conocimiento para dictar clases a niños de algunas regiones de Judtschen, Arnsberg y otras cercanas de su natal Königsberg. 

Hay quienes dicen que, luego de ello, retornó a la Universidad y se licenció en 1755, a los treinta y un años. Fue ayudante en la Biblioteca Real de Königsberg y en 1770, luego de varios intentos, logró la titularidad del cargo de Profesor de Lógica y Metafísica en su propia Universidad, de la cual también fue rector entre 1786 y 1788. Sin embargo, lo más interesante de la vida intelectual de Kant fue todo lo que investigó y redactó, en paralelo a su actividad pedagógica: todo su pensamiento filosófico que cambiaría para siempre el mundo de las ideas.

La huella filosófica de Kant

Como intelectual e hijo del siglo XVIII ilustrado, fue uno de los primeros en escribir sobre este movimiento histórico y cultural, caracterizado por la idolatría a la Diosa Razón y en contra de la ignorancia, la superstición y la organización sociopolítica de las monarquías del Antiguo Régimen. Así lo expresó en su famoso ensayo Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración? (1784), con la que hizo muy popular su expresión “sapere aude” (Atrévete a saber). Fue un gran lector de quienes llevaron adelante la Enciclopedia ilustrada, en la que autores como Voltaire, Diderot y Jean-Jacques Rousseau asentaron las bases del saber que desembocó en la Revolución francesa e inauguró una nueva época. Estos textos, al igual que el de otros pensadores como David Hume, le proporcionaron una nueva perspectiva de mirar y pensar.

Con Hume tuvo una relación en particular, ya que con este empirista inglés -cuya filosofía se basa en que todo conocimiento parte de la experiencia-, comenzó su propio camino filosófico más importante. Más allá de que Kant le admitió ciertas concesiones, se posicionó desde otro lugar que marcó, como sostienen varios autores, un enorme “giro copernicano”: se propuso conocer el conocimiento. Desde esta premisa, y más allá de los textos y disertaciones que ya había realizado en sus días de estudiante y docente, Kant escribió otras tres grandes obras por la que sería recordado y estudiado, incluso hasta hoy: Crítica de la razón pura (1781), Crítica de la razón práctica (1788) y Crítica del juicio (1790)

Con sus Críticas -entendidas como conocimiento e, incluso, como aquella facultad de juzgar- Kant se separa del Hume empirista en el sentido de que para este las cosas sucedían por cuestión de causa y efecto, pero no por un hecho científico ni por una necesidad en particular, sino por hábito. Es decir, con esta idea de causalidad (a determinadas causas le siguen determinados efectos) no se puede conocer la realidad, sino que solo “estamos habituados a ella”. Kant, por el contrario, intentó buscar esa cientificidad que sustente los modos de conocimiento, la propia facultad de conocer. Y es allí cuando marca un cambio en el modo de pensar cómo se puede conocer: en lugar de partir del objeto, como Hume, lo hace desde el sujeto. En otras palabras, es el propio sujeto el que hace al objeto; es el sujeto quien crea la realidad a partir de su propio conocimiento y le da forma a las cosas. Esa forma está condicionada por un tiempo y espacio singulares. Así, Kant llega a uno de sus conceptos fundamentales que denominó como “idea trascendental”: es la razón la crea mundo y realidad para que ella misma pueda conocer.

El formalismo kantiano, entonces, tiene que ver con cómo el sujeto es capaz de crear una realidad propia para él, y no con qué es la “realidad-en-sí” (quizá una de las preocupación más constantes de la filosofía) a la que no podrá acceder. Kant, mediante estos textos más que complejos, va a resumir su teoría de “la experiencia posible”. En este sentido, marcó un hito en la historia del pensamiento porque, al igual que René Descartes (incluso diferenciándose de él), rompió con determinados parámetros de cómo se concebía esa realidad y, a su vez, desarmó el sentido común del momento, que se establecía como algo inmutable y previamente dado.

Este cambio de esquema, esa pelea contra el sentido común que va a plantear en sus tres Críticas -en las que atraviesa la ciencia, la ética y la estética, respectivamente- está basado en que no se puede conocer la realidad o las cosas, sino mediante cómo son intervenidas. Es decir, no existe la posibilidad de acceder a las cosas tal como son, sino cómo los sujetos pueden conocerlas. Tal vez por eso se le adjudicó la frase: “No hace falta salir de mi habitación para conocer el mundo”. Y es que, si a partir de los juicios y categorías que señaló el filósofo para conocer los objetos (desde las impresiones sensibles en un tiempo y espacio hasta los conceptos propios del entendimiento, tanto previos como posteriores de la propia experiencia) ese mundo es un proyecto que sale desde el propio ser. Entonces, conocer la realidad es conocer al sujeto: para conocer hay que conocerse.

Kant se atrevió a saber y para saber, como expresan algunos autores, hay que tomar posición. Él la tomó y fue más allá de las convenciones que le tocó vivir. No se casó ni tuvo hijos, solo se dedicó a pensar, enseñar y escribir. Por supuesto, tuvo sus propios detractores y colegas que mostraban desconfianza. Sin embargo, la inmensa influencia que ejerció y produjo en otros filósofos posteriores, como Hegel y Marx, fue decisiva no solo para sus futuras obras, sino para las ideas de toda la humanidad. 

En su amada Königsberg, murió el 12 de febrero de 1804, a los 79 años de edad. No obstante, dejó uno de los legados más luminosos de la filosofía universal: no solo la importancia de reflexionar sobre la razón y el entendimiento, de acercarnos un poco más hacia cómo conocemos; sino la posibilidad de deconstruir todo centro naturalmente impuesto, toda obviedad que el poder ha intentado usar como artilugio para conservar su supervivencia y mostrar un único camino posible, evitando la fisura o el cuestionamiento. Por eso mismo, ¡sapere aude!, y a Kant se lo debemos.