El fantasma civilizado
El fantasma civilizado

El fantasma civilizado

¿Sabías que Sarmiento era fanático de los enanos de circo? Michel Nieva, autor de ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?, comparte curiosidades sobre la vida del maestro.

Antes de entrar por primera vez a una librería de usados, siempre me detengo a mirar su vidriera. Creo que es allí, en la selección de joyas que juzga más preciadas, en la secreta curaduría que ese muestrario de libros encierra, donde se descubre si la librería vale o no vale la pena. La vidriera de esta flamante librería, que quedaba en Junín y Riobamba, sin embargo, atrajo inmediatamente mi atención no por los títulos que había seleccionado con esmero y cuidado, sino por un enorme cartel que, en el medio de los libros, decía: “EN ESTA LIBRERÍA, EL PRESIDENTE DE LOS ARGENTINOS SIGUE SIENDO DOMINGO F. SARMIENTO”.

Por motivos que ahora no vienen al caso, yo pasaba por esa esquina una vez a la semana, y se volvió parte de mi rutina entrar y llevarme uno o dos títulos, que solían tener a muy buen precio, de manera que no tardé en entablar relativa amistad con el librero que atendía. Le decían Bodoque. Creo que fue él, al cabo de tres o cuatro visitas, que sacó el tema del cartel de entrada.

“¿Sabías que Sarmiento era fanático de los enanos de circo?”, me preguntó de la nada.

Me contó que Sarmiento tenía un tío abuelo, Justo Albarracín, que era cura y enano, y de ese peculiar personaje de su niñez Sarmiento adquirió una obsesión por el enanismo. En cada uno de sus viajes, continuaba Bodoque, Sarmiento visitaba circos y ferias en busca de exhibiciones de enanos (experiencia que, me relataba Bodoque, mientras me mostraba un viejo y ajado folletín, Sarmiento rubricó en varios artículos, como “Los Minstrel”, que publicó en el diario El Nacional en 1869, sobre un circo de enanos en Nueva York). Cuando le pregunté de dónde había sacado ese dato tan insólito y aleatorio, me contó que él y su jefe, el dueño de la librería, un tal Odel, estaban escribiendo un libro titulado Sarmiento dionisíaco, en el que rescatarían la faceta oculta de Sarmiento, las voluptuosidades y extravagancias del prócer que, en el proceso de canonización, la historia oficial había borrado. Me contó, entre otras cosas, que Sarmiento era sonámbulo, que Sarmiento era fanático del opio y que había caminado drogado por las calles de La Plata (“¿Se ha embriagado con opio alguno? ¡Pues yo sí, que todo lo he probado!”, me leía enfebrecido Bodoque, de la edición original de un artículo que publicó Sarmiento en 1886), pero lo que me marcó singularmente y que Bodoque en esos encuentros me mostró fue la imagen del cadáver de Sarmiento.

Sarmiento estaba obsesionado con la muerte, me decía Bodoque. Su madre, Paula Albarracín, parió quince hijos, de los que solo cinco sobrevivieron. El desfile macabro de esos bebés muertos por la casa infantil se grabó para siempre en la retina del expresidente, que ya de niño empezó a ver fantasmas y apariciones. Cuenta con su propia pluma Sarmiento, sobre las alucinadas noches de su infancia:

"Cuando se apagaba la luz, principiaba mi martirio. Un momento después y cuando empezaba a adormecerme, salían de todos los rincones bultos sin forma, de vara y media de alto, como los postes y los palitroques de los juegos de bolas. Eran seres animados, pero sin fisonomías discernibles y empezaban una danza, un dar vueltas en el interior de la pieza”.

También su hijo, Dominguito Fidel Sarmiento, murió cuando él tenía 55 años, combatiendo en- la Batalla de Curupayty. De modo que su vida, decía Bodoque, estaba poblada de fantasmas, y por eso tampoco es extraño que el momento literario más importante de su obra, el comienzo del Facundo, estuviera consagrado a un espectro:

“¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!”.

Bodoque me decía que Sarmiento publicó el Facundo, su brillante análisis sobre la importancia del fantasma de Facundo Quiroga en la política argentina, en 1845, mientras que El manifiesto comunista, que indaga legendariamente una idea afín (“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”), es de 1848. 

“Así que no sería extraño sospechar —me decía Bodoque— que Marx y Engels hubieran robado la idea de la obra de Sarmiento”.

Sarmiento era fanático de los cementerios. Visitaba al menos una vez por semana el Cementerio de la Recoleta y creía que era en esos recintos donde mejor se podía edificar, a través de los monumentos fúnebres, la memoria y narración de los grandes episodios nacionales. Afirmaba, por ejemplo, que “el cementerio es la patria con cuerpo y alma” y que “los muertos son tiempo condensado, como el carbón es luz y calor depositados para más tarde”. Por eso tampoco fue extraño que, cuando, ya anciano, su salud se deterioró gravemente y los médicos le aconsejaron tomar reposo en su residencia de Asunción, la preocupación que se apoderara de esos últimos días fuese qué imagen dejaría de su muerte.

“Si Facundo Quiroga era la sombra terrible, el espectro de la barbarie que amenazaba el porvenir de la Patria —me decía Bodoque—, Sarmiento quería inmortalizar en su cadáver al fantasma civilizado, la garantía de ultratumba del progreso científico y moral de la Nación”.

Por eso, me decía Bodoque, Sarmiento pidió encarecidamente a su hija, Faustina, quien lo acompañó a pasar sus últimos días en Asunción, que, cuando él muriera, usase la última tecnología importada de la civilización europea, la fotografía, para perpetuar su figura.

No debió esperar mucho para que este último deseo se cumpliera. La madrugada del 11 de septiembre de 1888, murió de un paro al corazón (los grandes artistas dionisíacos, me aclaraba entre paréntesis Bodoque, no conocen otra manera de morir). Hay que recordar que en esa época, me decía también Bodoque, contrariamente a los pruritos del siglo xx y del comienzo del xxi, que hicieron de la muerte un tabú, era común que, si la persona fallecida era célebre, su fotografía pintara las primeras planas de los más importantes diarios. De manera que, pocas horas después de confirmada la muerte, al pedido expreso de Sarmiento se sumó la solicitud de toda la prensa argentina y paraguaya por una imagen del cadáver que acompañara la primicia. A cumplir con este pedido llegó, todavía de madrugada, el embajador argentino en Paraguay y también escritor Martín García Mérou, junto a Manuel San Martín, un fotógrafo paraguayo. Tomaron varias fotos, pero el posterior revelado comprobó que la mala iluminación impedía que se distinguiera el cuerpo de las sábanas y la cama en que yacía. Al fotógrafo se le ocurrió entonces retratarlo en el gabinete de escritura, donde había amplias ventanas. No fue fácil, según cuenta García Mérou, transportar el cadáver de la cama al gabinete. Mucho menos sencillo fue sentarlo y manipular sus miembros, que ya habían cobrado la rigidez de la muerte, para que tomaran el grácil aspecto de un escritor escribiendo. No pudieron, de hecho, colocar la pluma entre sus gordos dedos endurecidos. Pero la foto terminó por convencer a todos, porque dio la idea de que el incansable Sarmiento había muerto trabajando, y hasta hubo quien dijo que el motivo de la muerte había sido un "exceso de escritura" de aquellos a los que era tan adepto el autor del Facundo.

Así, perpetuado en la película fotográfica, Sarmiento había conjeturado que dejaría para la posteridad la imagen del fantasma de la civilización, el hombre que había trabajado por los dones de la Patria no solo hasta la última hora sino incluso después de muerto. Jamás imaginaría que los tabús de las generaciones subsiguientes eliminarían esa imagen de su posterior canonización, por considerar indigna del insigne personaje la foto de un cadáver en vías de putrefacción.

El periódico El Sud Americano, continuaba Bodoque, fue el primero en publicar la imagen, que en realidad era una litografía basada en la foto original, ya que antes de 1890, con la aparición de la impresión fotomecánica, no había posibilidad de reproducir imágenes sin la intervención de un grabador. Este proceso, curiosamente, atenuó en la imagen el vértigo que produce la materialidad de un muerto, espiritualizando su carne y haciéndola casi etérea, sublimando la barbarie de lo muerto al rango tolerable de un fantasma civilizado. 

 

Michel Nieva (1988) es docente, traductor y escritor de ciencia ficción. Publicó las novelas ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? (2013) y Ascenso y Apogeo del Imperio Argentino (2018). Escribió el guión del videojuego basado en sus libros Elige tu propio gauchoide (https://pungas.space/gauchoide/). Acaba de publicar su primer libro de ensayos, Tecnología y Barbarie. Ocho ensayos sobre monos, virus, bacterias, escritura no humana y ciencia ficción (2020)