Baldomero Fernández Moreno, el poeta de la calle
Baldomero Fernández Moreno, el poeta de la calle

Baldomero Fernández Moreno, el poeta de la calle

Letras
A 134 años de su natalicio, recorremos parte de la vida y obra del poeta argentino que supo expresar gran parte de la identidad de los barrios porteños como así también del campo y las costumbres rurales. Además, compartimos cinco de sus poemas más famosos.

"¿Donde tenía la ciudad guardada/ esta espada de plata refulgente/ desenvainada repentinamente/ y a los cielos azules asestada?/ Ahora puede lanzarse la mirada/ harta de andar rastrera y penitente/ piedra arriba hacia el Sol omnipotente/ y descender espiritualizada./Rayo de luna o desgarrón de viento/ en símbolo cuajado y monumento/ índice, surtidor, llama, palmera./ La estrella arriba y la centella abajo,/ que la idea, el ensueño y el trabajo/ giren a tus pies, devanadera".

Con estos versos, en la base del frente sur del Obelisco porteño, quedó inmortalizado Baldomero Fernández Moreno, quien dejó una huella en la historia de la literatura argentina y fue conocido como el poeta no solo de los barrios porteños, sino también del campo y sus espacios rurales. 

Descendiente de españoles, había nacido el 15 de noviembre de 1886, en Buenos Aires. Provenía de una círculo acomodado, aunque luego atravesó situaciones de gran vulnerabilidad económica. Tenía seis años cuando la familia se radicó en Bárcena de Cicero, España, hasta 1897 que regresó a la Argentina.

En el Colegio Nacional de Buenos Aires (CNBA), donde terminó sus estudios secundarios, descubrió a diversos poetas argentinos y americanos. Entre ellos: Echeverría, Obligado, Núñez de Arce y Campoamor. A partir de ese momento, Baldomero se convirtió en un lector voraz.

No obstante, al momento de elegir una carrera profesional, se decidió por la medicina, momento en el cual el quiebre económico familiar se profundizó cada vez más. Aún así, logró recibirse de médico en 1912. Paralelamente, mientras hacía sus prácticas médicas en el Hospital Español y otras instituciones, afinó su vocación literaria, la cual despegó con fuerza y por la que sería recordado. 

Las iniciales del misal (1915) fue su primer libro de poesías. Allí demostró una versión propia de la lírica porteña, mediante la cual se alejó de ciertas características pomposas, metafóricas y ostentosas, a favor de una lírica más realista, llana y sencilla. Según algunos críticos, Baldomero Fernández Moreno optó por el denominado “sencillismo”; es decir, aquella forma de observar y apreciar lo más cotidiano, apartándose de la abstracción y el lenguaje ornamentado. Sin embargo, no deja de ser emotivo.

Desde 1915 hasta 1947 publicó casi una treintena de títulos. Entre ellos: Ciudad (1917), Campo argentino (1919); Canto de amor, de luz y de agua (1922); El hijo (1926); Soneto (1929); Romances (1936); Buenos Aires: ciudad, pueblo, campo (1941); La mariposa y la viga (1947).

A lo largo de su carrera literaria, una de las temáticas que más se destacan es la relación entre el campo y la ciudad, las costumbres rurales que supo observar mientras ejercía la medicina en muchos de los pueblos de provincia. De aquellos libros surgieron muchos de sus poemas más famosos, el recordado “Setenta balcones y ninguna flor”; “Una estrella”, “El poeta y la calle”, “Soneto de tus vísceras” y tantos más. 

Baldomero no solo fue leído, sino también reconocido por sus pares: en 1938 ganó el Premio Nacional de Poesía y, en 1949, el Gran Premio de Honor de la SADE. Por otra parte, el escritor también logró ser académico de la Academia Argentina de Letras, ocupando el sillón N.º 12 "Ricardo Gutiérrez". Varios de sus pares elogiaron la obra de Baldomero, entre ellos, Leopoldo Lugones y Mario Benedetti. Por su parte, Ezequiel Martínez Estrada dijo del poeta: “El primer autor que en nuestro medio focaliza en el centro de su obra, sin preocuparse del mundo literario que lo circunda. Fernández Moreno es al mismo tiempo el poeta de Buenos Aires y el de nuestros campos y pueblos”.

En 1919 se había casado con Dalmira del Carmen López Osornio, con quien vivió en el sur de la provincia de Buenos Aires, en Huanguelén, y tuvieron cinco hijos. Su hija Dalmira no logró sobrevivir al año y su hijo Daniel murió a los diez. Baldomero cayó en un profundo estado depresivo y, a partir de entonces, su cosmovisión y lírica se ensombrecieron y tornaron mucho más oscuras y desesperadas. De ese momento surgieron muchos poemas que, luego, se agruparon en el libro Penumbra, publicado de forma póstuma. Los seis últimos años de su vida, el autor luchó contra el insomnio y su estado nervioso inestable. Finalmente murió el 7 de julio de 1950, de un derrame cerebral, a los 63 años.

A continuación, y para continuar celebrando su vida y legado literario, compartimos cinco de los poemas más famosos del autor:

  1. Setenta balcones y ninguna flor

    Setenta balcones hay en esta casa,

    setenta balcones y ninguna flor.

    ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?

    ¿Odian el perfume, odian el color?

    La piedra desnuda de tristeza

    ¡dan una tristeza los negros balcones!

    ¿No hay en esta casa una niña novia?

    ¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?

    ¿Ninguno desea ver tras los cristales

    una diminuta copia de jardín?

    ¿En la piedra blanca trepar los rosales,

    en los hierros negros abrirse un jazmín?

    Si no aman las plantas no amarán el ave,

    no sabrán de música, de rimas, de amor.

    Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...

    ¡Setenta balcones y ninguna flor!

  2. Una estrella

    Fue preciso que el sol se ocultara sangriento,

    que se fueran las nubes, que se calmara el viento.

    que se pusiese el cielo tranquilo como un raso

    para que aquella gota de luz se abriese paso.

    Era apenas un punto en el cielo amatista,

    casi menos que un punto, creación de vista.

    Tuvo aún que esperar apretada en capullo

    a que se hiciese toda la sombra en torno suyo.

    Entonces se agrandó, se abrió como una flor,

    una férvida plata cuajóse en su interior

    y embriagada de luz empezó a parpadear...

    No tenía otra cosa que hacer más que brillar.

  3. Versos a un montón de basuras

    Canto a este montoncito de basuras

    junto a esta vieja tapia de ladrillos,

    avergonzado y triste, en la tiña tundente

    que ralea la hierba del terreno baldío.

    Es un breve montón…

    No puede ser muy grande con tan pobres vecinos.

    Un trozo de puntilla, unas pajas de escoba,

    un bote se sardinas, un mendrugo roído

    y una peladura larga de naranja

    que se desenrolla como un áureo rizo…

    Es un breve montón…

    No puede ser muy grande con tan pobres vecinos.

    Una lata de restos de una cena opulenta

    es más que un mes aquí de desperdicios…

    Para tener de todo, hasta tienen miseria,

    en mayor cantidad que los pobres, los ricos.

  4. Soneto de tus vísceras

    Harto ya de alabar tu piel dorada,

    tus externas y muchas perfecciones,

    canto al jardín azul de tus pulmones

    y a tu tráquea elegante y anillada.

    Canto a tu masa intestinal rosada,

    al bazo, al páncreas, a los epiplones,

    al doble filtro gris de tus riñones

    y a tu matriz profunda y renovada.

    Canto al tuétano dulce de tus huesos,

    a la linfa que embebe tus tejidos,

    al acre olor orgánico que exhalas.

    Quiero gastar tus vísceras a besos,

    vivir dentro de ti con mis sentidos…

    Yo soy un sapo negro con dos alas.

  5. El poeta y la calle

    Madre, no me digas:

    —Hijo, quédate...,

    cena con nosotros

    y duerme después...

    Cuando eras pequeño

    daba gusto ver

    tu cara redonda,

    tu rosada tez...

    Yo a Dios le rogaba

    una y otra vez:

    que nunca se enferme

    que viva años cien;

    robusto, rosado,

    gallardo doncel

    le vean mis ojos

    allá en la vejez.

    Que no tenga ese aire

    de los hombres que

    se pasan la noche

    de café en café...

    Dios me ha castigado.

    ¡Él sabrá por qué!—

    Madre, no me digas:

    —Hijo, quédate...—

    La calle me llama

    y a la calle iré...

    Yo tengo una pena

    de tan mal jaez

    que ni tu ni nadie

    puede comprender,

    y en medio de la calle

    ¡me siento tan bien!

    ¿Qué cuál es mi pena?

    ¡Ni yo sé cuál es!

    Pero ella me obliga

    a irme, a correr,

    hasta de cansancio

    rendido caer...

    La calle me llama

    y obedeceré...

    Cuando pongo en ella

    los ligeros pies,

    me lleno de rimas

    sin saber por qué...

    La calle, la calle,

    ¡loco cascabel!

    La noche, la noche,

    ¡qué dulce embriaguez!

    El poeta, la calle y la noche,

    se quieren los tres...

    La calle me llama,

    la noche también...

    Hasta luego, madre,

    ¡voy a florecer!