2 de febrero de 1536: primera fundación de Buenos Aires
A 138 años de la fundación de la ciudad de La Plata
El 19 de noviembre de 1882 se colocó la piedra fundacional de la ciudad. En este aniversario conocemos su historia, recorremos sus edificios y lugares emblemáticos y nos adentramos en los misterios que rodean a la capital bonaerense.Antes de empezar el viaje a América, Pedro de Mendoza (1499 – 1537) debió convencer a sus influencias para conseguir la plata que sustentaría el viaje de su vida. Tenía sus contactos y sus aptitudes: era hijo de un matrimonio de la aristocracia castellana, pariente de la esposa del secretario del emperador y se había alistado de muy joven al servicio de la corte del Rey Carlos I de España. Con él luchó en la guerra italiana contra los franceses y más tarde contra los Estados Pontificios, al mando del papa Clemente VII, y en el respectivo saqueo a la ciudad de Roma del cual salió beneficiado.
Lo cierto es que Don Pedro de Mendoza, a sus 34 años, el 22 de agosto de 1534, fue nombrado Primer Adelantado del Río de la Plata a través de un decreto del Rey firmado por Francisco de los Cobos, secretario de dicho emperador y esposo de doña María Hurtado de Mendoza y Sarmiento, familiar clave del susodicho. El documento le encomendaba “conquistar y poblar las tierras y provincias que hay en el Río de Solís, que llaman de la Plata”.
(Retrato al oleo de Pedro de Mendoza).
La comitiva colonizadora estaba formada por 14 naves, más de 1500 tripulantes y 100 caballos y yeguas provenientes de Andalucía, una caballada intervendida por el árabe que en ese entonces era considerada la mejor cabalgadura del mundo. A puerto solo llegaron 72 de aquellos tropilla.
Comandada por el granadino Mendoza, uno de los cuatro reinos de Andalucía de aquel entonces, la flota alcanzó el Río de la Plata durante la fiesta religiosa de la Epifanía, el 2 de febrero de 1536 (algunos historiadores señalan que fue al día siguiente), y desembarcó en la orilla sur fudando el “Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire”.
Entre los viajeros se encontraba el bávaro Ulrich Schmidl, único cronista de la aventura: “Allí levantamos una ciudad que se llamó Bonas Ayers (Buenos Aires), esto es en alemán gueter windt”.
(Dibujo del libro de Ulrico Schmidl).
Crónicas pampeanas
“En esta tierra dimos con un pueblo en que estaba una nación de indios llamados carendies (querandíes) como de 2.000 hombres con las mujeres e hijos, y su vestir era como el de los zechurg del ombligo a las rodillas; nos trajeron de comer, carne y pescado. Estos carendies no tienen habitaciones propias, sino que dan vueltas a la tierra, como los gitanos en nuestro país; y cuando viajan en el verano suelen andarse más de 30 millas por tierra enjuta sin hallar una gota de agua que poder beber. Si logran cazar ciervos u otras piezas del campo, entonces se beben la sangre. También hallan a veces una raíz que llaman cardes la que comen por la sed. Se entiende que lo de beberse la sangre sólo se acostumbra cuando les falta el agua o lo que la suple; porque de otra manera tal vez tendrían que morir de sed”.
“Estos carendies traían a nuestro real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne por 14 días sin faltar más que uno en que no vinieron. Entonces nuestro general thonn Pietro Manthossa despachó un alcalde llamado Johann Pabón y él y 2 de a caballo se arrimaron a los tales carendies, que se hallaban a 4 millas de nuestro real. Y cuando llegaron adonde estaban los indios, acontecioles que salieron los 3 bien escarmentados, teniéndose que volver en seguida a nuestro real.
“Pietro Manthossa, nuestro capitán, luego que supo del hecho por boca del alcalde (quien con este objeto había armado cierto alboroto en nuestro real), envió a Diego Manthossa, su propio hermano, con 300 lanskenetes y 30 de a caballo bien pertrechados: yo iba con ellos, y las órdenes eran bien apretadas de tomar presos o matar a todos estos indios carendies y de apoderarnos de su pueblo. Mas cuando nos acercamos a ellos había ya unos 4.000 hombres, porque habían reunido a sus amigos”.
(Retrato de Ulrich Schmidl, patrimonio del Museo Histórico Nacional).
14 días de paz, y a la guerra
Durante el enfrentamiento, en la zona que se empezó a conocer como La Matanza, los españoles conocieron las boleadoras y la excelente técnica de los habitantes de las pampas para desmplomar animales con esa simple y precisa herramienta.
“Emplean unas bolas de piedra aseguradas a un cordel largo del tamaño de las balas de plomo que usamos en Alemania. Con estas bolas enredan las patas del caballo o del venado cuando lo corren y lo hacen caer. Fue también con estas bolas que mataron a nuestro capitán y a los hidalgos, como que lo vi yo con los ojos de esta cara, y a los de a pie los voltearon con los dichos dardes”.
(Representacion de la primera misa que tuvo lugar en Buenos Aires).
A pesar del triunfo español, a fuerza de pólvora y arcabuces, los colonizadores sufrieron no solo el calor de la temporada, los mosquitos y las zonas empantanadas del terreno, sino falta de preparación y alimento para sobrevivir en aquella planicie pampeana. Y a pesar de las distintas expediciones que se encomendaron en búsqueda de alimento, Ulrrico detalla cómo la expedición colonizadora se transformó en una historia dramática.
“Así aconteció que llegaron a tal punto la necesidad y la miseria que por razón de la hambruna ya no quedaban ni ratas ni ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra gran necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y cueros todos”.
Hambre, asedio y el primer indencio de Buenos Aires
En ese contexto sucedió un hecho de insubordinación. Tres españoles se robaron un caballo para alimentarse, pero al ser descubiertos y asumir los cargos fueron condenados a la horca, para que la muerte generara más miedo y respeto por las normas. Sin embargo, la estrategia no fue muy eficaz, y el hambre más urgente: “Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonas Ayers”.
La pesadilla recién comenzaba. Se mantuvieron todos juntos durante un mes, “pasando grandes necesidades”, como describió Schmidl, y resistiendo el asedio de los pueblos originarios, que se unieron para expulsar a los invasores.
“Por este tiempo los indios con fuerza y gran poder nos atacaron a nosotros y a nuestra ciudad de Bonas Ayers en número hasta de 23.000 hombres; constaban de cuatro naciones llamadas carendies, barenis zechuruas y zechenais diembus (chanás timbús). (…) Nos atacaron, los unos trataron de tomarla por asalto, y los otros empezaron a tirar con flechas encendidas sobre nuestras casas, cuyos techos eran de paja (menos la de nuestro capitán general que tenía techo de teja) y así nos quemaron la ciudad hasta el suelo. Las flechas de ellos son de caña y con fuego en la punta; tienen también cierto palo del que las suelen hacer, y éstas una vez prendidas y arrojadas no dejan nada; con las tales nos incendiaron, porque las casas eran de paja”.
El daño fue mucho mayor, además de aquella primera aldea prendida fuego, las flechas encendidas también quemaron cuatro de los grandes navíos anclados en el agua del Río de la Plata, que respondieron con cañonazos para disuadir a los atacantes. El incendio habría ocurrido el 24 de junio de 1536, durante la fiesta religiosa de San Juan Bautista, y marcaba el final de la aventura.
Varios españoles consiguieron escapar de la matanza por el mismo lugar por donde llegaron: el agua. Entre ellos Pedro de Mendoza, que emprendió la vuelta enfermo y no pudo llegar a destino. Murió en alta mar, donde fue arrojado, el 23 de junio de 1537.
(Estatua de Pedro de Mendoza, en Parque Lezama).
Al huir, sin embargo, los españoles dejaron un regalo prolífero para aquella geografía de pasto: 7 caballos y 5 yeguas, según los archivos de la época, que se multiplicaron por millones en una ambiente más que propicio para los equinos. Al volver los españoles, 44 años después, con Juan de Garay a la cabeza, los baguales habían tomado la pampa, al igual que el ganado vacuno que llegó desde la intendencia de Asunción.
El propio Jorge Luis Borges imaginó esta fundación y escribió un poema que publicó en Cuaderno de San Martín, en 1929. Dice así:
Fundación mítica de Buenos Aires
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.