¿Se puede enseñar a escribir?
¿Se puede enseñar a escribir?

¿Se puede enseñar a escribir?

Letras
Esta carta fue escrita por Leandro Avalos Blacha, becado del Ministerio de Cultura de la Nación para estudiar en Francia. En su regreso, fue invitado al taller literario para jóvenes de la Biblioteca Popular Sarmiento, de Quilmes, y estas fueron las conclusiones del encuentro
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Leandro Avalos Blacha viajó a la ciudad de Saint-Nazaire, Francia, para realizar una residencia de escritura en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET), a través del programa BECAR, dependiente del Ministerio de Cultura de la Nación. Regresó al país en junio de 2017, y para terminar su compromiso con el programa, brindó una actividad de transferencia: un taller de escritura creativa, "Ejercicios entre dos superficies y tres distancias", en la Biblioteca Popular Sarmiento de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires. La propuesta fue reunirnos para charlar con ellos sobre cómo empezar a escribir narrativa.

Desde hace tres años, Román Miranda coordina un taller literario para jóvenes entre 14 y 22 años, ahora en el marco de la Biblioteca Popular Sarmiento de Quilmes. Trabajan mayormente sobre lecturas de filosofía y poesía, con la idea de explorar la escritura en la reflexión de uno mismo.

Siempre que se le pregunta a un escritor si se puede enseñar a escribir, la respuesta apresurada suele ser un “no”. No se enseña a escribir porque no se enseña a mirar o a escuchar, aptitudes fundamentales para un escritor. Es cierto que estas cualidades uno tiene que desarrollarlas por su cuenta.

Si no surge la chispa de curiosidad de la que parte muchas veces la literatura, difícilmente otro la haga nacer en nosotros.

Pero igual de difícil es tener esa inquietud y encontrar un modo de expresarla. Aymara, una de las alumnas de Román, lo planteó con precisión: “se me ocurren ideas, pero no sé cómo convertirlas en historias”.

Aymara tenía esa duda sobre cómo empezar a escribir una historia, pero algo de su pregunta ya la afirmaba como escritora: supo distinguir que esa idea debía tomar la forma de la narrativa y no la de un poema. Acaso ya se hacía la pregunta que cada escritor se hace siempre que empieza a trabajar en algo: no ya qué contar, sino, cómo. Cada historia pide ser contada a su modo.

Charlamos entonces sobre cómo empezar, pensamos en tópicos que sirvieran como disparadores para escribir, hablamos de la necesidad de mantener la mirada inquieta, atenta a cazar las ideas “germinales”, como dice Patricia Highsmith.

Comparamos distintos “métodos” y “decálogos” de escritores. Formas de un relato. Revisamos algunas ideas del clásico Mientras escribo, de Stephen King, o el imprescindible Las clases de Hebe Uhart de Liliana Villanueva, por nombrar solo dos libros sobre escritura.

De todos los consejos que se pueden rescatar, sin embargo, ninguno parece tener tanto efecto como la “simple” idea de escribir sobre lo que nos gusta y nos apasiona, sobre nuestros mundos personales.

Parece evidente, pero puede resultar difícil de seguir. Tenemos una idea de lo que es la literatura a partir de lo que leemos y de los autores que admiramos. Sea por la idea de que hay que vivir y tener experiencias para escribir, o contar con una erudición de la que carecemos, o por grandes temas que nos resultan ajenos,

lo que vivimos y lo que nos gusta puede parecer un material irrelevante, sin valor, “no apto” para literatura. Y posiblemente es eso lo que mejor nos define y nos representa. Donde podemos encontrar algo rico para comunicar.

Una pasión como la que J. A. Baker moviliza en El peregrino, un diario con sus observaciones de los halcones peregrinos, que puede conmover a quien nunca haya visto uno ni le interese hacerlo (y que además, como pocos libros, nos enseña a mirar).

Pensamos en Washington Cucurto que hizo ingresar la bailanta y el paisaje de Constitución a su obra, como Paula Brecciaroli se sirvió del universo del manga en su novela Otaku,

el mundo skate del que se nutre Jonas Gómez en Equilibrio en las tablas, o los superhéroes y los comics en la Kryptonita de Leonardo Oyola. De esa zona en la que menos confiamos puede surgir lo más interesante.

Para muchos de los autores de los que empezamos a publicar, sobre todo, tras la crisis de 2001, escribir sobre los lugares de los que proveníamos tuvo ese valor.

No veníamos de Marte, solo del Conurbano, de Córdoba (como Luciano Lamberti o Federico Falco), de Chaco (Mariano Quirós), de Entre Ríos (Ricardo Romero, Selva Almada), de Santa Fe (Francisco Bitar) o de Misiones (Acheli Panza),

por nombrar solo algunos casos, paisajes un poco menos visitados en la literatura argentina. Ninguna novedad, solo una nueva mirada sobre nuestro entorno. Por eso, cerramos la reunión con lecturas de George Perec, Virginia Woolf y del fantástico Todo Santiago, de Roberto Merino, con la idea de buscar historias en lo cotidiano y en el paisaje de nuestra ciudad.

Y lo más importante del taller, claro, la promesa de escribir para el próximo encuentro.